El (mal)estar en la literatura

Gabinete de lectura

El hecho de que experiencia y escritura, en el proyecto literario de ciertos autores, guarden ciertas concomitancias, no obliga a mantener las cuotas de decoro y decencia intactas en sus textos. La amabilidad, el entusiasmo o la alegría se filtran en la escritura de la misma forma que lo harían la violencia, la rabia o el pánico. Pero son precisamente estos últimos humores aquellos que dan la voz de alarma, y que nos permiten discrepar y chillar; aquellos que nos señalan que el mundo, tal vez, no funciona como debiese. Y las señales a estos efectos son cambiantes, como espejismos: narradores incómodos, paisajes adversos, silencios que dan grima, lenguajes subversivos, una sarta de insultos o un puñetazo encima de la mesa. Pero, ¿qué es aquello que tanto nos incomoda desde nuestra perspectiva de meros lectores? ¿Podemos ser «simples lectores»? Transformar la apatía, la tristeza y el mal en un camino que persiste y una fortaleza que resiste quizá sea la labor de algunos libros. Libros que, como determinados objetos, reflejan un modo de estar en el mundo a través de la rebeldía y la falta de conformidad; libros que nos permiten «desactivar toda expectativa» —tanto dentro de la ficción, como fuera de ella—, tal y como escribiese Leila Guerriero en Zona de obras, y hacer frente al mundo desde el texto con las armas que este mismo nos proporciona. Sin atenuantes, ni paños calientes. No siempre tenemos que estar de acuerdo.